sábado, 21 de enero de 2012

Destino: Vietnam.

De Siem Reap a Ho Chi Minh.

La agotadora jornada en la que pusimos rumbo hacia el siguiente país, objetivo principal de este viaje, Viet-Nam,  comenzó a las 05:45 de la mañana, con los últimos ajustes y preparativos de las mochilas.
Como una hora más tarde, nos aguardaba un minibus en la puerta del hotel, para llevarnos hasta la estación principal de autobuses de Siem Reap.
Hasta la puerta del minibus, se acercaron nuestros amigos, Kaeo y Sam Om, para darnos sendos y efusivos abrazos de despedida. - ¡Ojalá que volváis! - nos dijo Kaeo, - ¡Ojalá volvamos a verlos! - les contestamos nosotros.


Como siempre, el trayecto en autobús, nos resultó pesadísimo.
Recordamos haber visto a una pareja de españoles a bordo, que no nos dirigieron palabra alguna, (ni nosotros a ellos tampoco, que la verdad sea dicha) y a nuestro lado, una simpática pareja de mayores, de Indonesia, que no pararon en todo el camino hasta Phnom Penh, de hacernos preguntas acerca de Barcelona y de nuestras islas Canarias.

La llegada a la ciudad de Phnom Penh, fue bastante caótica.
El conductor, preguntó uno por uno a los pasajeros que íbamos en la guagua, hacia dónde nos dirigíamos. A los que respondimos que a Ho Chi Minh city , nos señaló a unos señores, que se abalanzaban y se zarandeaban entre la multitud, colocando desde fuera en los cristales, cartones con nombres de personas escritos.
Entre esos cartones, leímos el nombre de Pedro Antonio, mal escrito, pero entendible, o sea que hacia el chico que lo portaba nos dirigimos y hablamos con él. Efectivamente, nos buscaba a nosotros, así que nos colocó en un Tuk Tuk junto con nuestras mochilas y nos condujeron hasta una oficina en algún lugar del centro de la ciudad.

Eran las 13:45 horas, y el "dulce" muchacho que trabajaba en la oficina y que nos atendió, nos dio conversación.
Él insistía en que cambiásemos el billete del autobús para mañana o pasado, para que visitásemos su ciudad, y nosotros amablemente le indicábamos que teníamos los días contados para nuestra estancia en Viet-Nam.
No era verdad del todo, pues en realidad, a pesar de que sí que habían cosas que hubiésemos podido visitar en Phnom Penh, teníamos nuestros motivos, que aquí no vamos a citar, para no desear ver esa ciudad.

Pasaba el tiempo y nosotros sabíamos que nuestro nuevo autobus partiría a las 15:00 horas, y los chicos de la oficina, seguían sonriéndonos y dándonos conversación.
No creemos que fuese casualidad. Descaradamente, estaban haciendo tiempo para que perdiésemos el autobús y nos quedásemos en la ciudad, con lo que ello conlleva, que si una noche más de hotel, que si te alquilo un Tuk Tuk para visitar la ciudad...
Cinco minutos antes de las tres, Mari se agarró un "mosqueo" monumental y de esa manera, le preguntó al "amanerado" muchacho, directamente y sin rodeos, que si estaba haciendo adrede que perdiésemos el autobus, que salía en cinco minutos.
Al ver nuestro enojo, rápidamente llamaron por teléfono a la estación de buses y a un taxi para trasladarnos hasta allí.
Con cara de circunstancias nos despidieron, pero jugaban una carta más.
El taxista conducía superlento y no hablaba nada de inglés, con lo que los intentos por pedirle que condujese más deprisa eran nulos.
Hasta que los dos nos enfurecimos. Así mismo, en español, comenzamos a vociferar en la oreja del taxista, que sin entender ni una sola palabra de nuestro idioma, comprendió que no nos estaban engañando...
El taxista, llamó por su teléfono (suponemos que a la estación de buses o a la oficina) y con cara de susto, nos asentía con la cabeza.

De repente, en una intersección paró. Nos señaló un bus express que tenía un cartel en el que se leía Ho Chi Minh, y con gestos, nos indicó que vendría otro y que nos recogerían allí.
Bajamos del taxi y nos preparamos con las mochilas a la espalda, pero en una acción muy buena de reflejos por parte de Mari, no dejó que el taxista se marchase como pretendía. Logró que entendiese, que hasta que apareciera la guagua, él no se iba a mover de allí.

Unos diez minutos después, el taxista con cara de desesperación, llamó nuevamente por teléfono. Habló con evidente tono de discusión con alguien, y cuando terminó, nos hizo señales de que todo estaba bien.

De repente, apareció nuestro bus. Iba casi lleno, un joven se bajó raudo y con prisas me ayudó a colocar las mochilas en la bodega. Con el mismo apremio, nos indicó que subiésemos y nos colocó en nuestros asientos asignados.
Por la ventanilla, observamos la más que evidente cara de alivio del taxista. Nos decía adiós con la mano, como pensando, ¡la que me acabo de quitar de encima con estos dos!

Sobre las 17:30 de la tarde, el viejo autobús, conducido "al estilo Asia" por su conductor, subió junto a otros buses y camiones, a "lomos" de un transbordador, y cruzamos por espacio de unos 25 minutos, el río Mekong.
Allí, contemplando las dos orillas, a bordo de nuestro bus, en medio del río, comenzamos a relajarnos de la tensión previa.

Justo antes de llegar a la frontera, el conductor, hizo la típica parada que se hace para comer y descansar un poco.
Con el día ya oscureciendo comenzó a llover y la humedad era insoportable, así que decidimos bajar y entrar al garito en cuestión para ir al baño y ver si había algo que pudiésemos comprar para comer.
El local, era enorme, con un montón de mesas llenas de comensales, y como con mil mosquitos por cada uno de ellos, pero debería ser algo así como un restaurante de moda, en el que las numerosas parejas se daban cita para cenar.
Los baños estaban al fondo del todo, al lado de la cocina, y para poder entrar en ellos tuvimos que remangarnos los pantalones y pisar con cuidado, pues el suelo estaba inundado y los olores eran de cuidado.
Yo salí antes que Mari, a la que le costó un poco más que a mi por razones obvias, y me dediqué a fisgonear y a preguntar en la cocina.
Había hambre, y cuando Marijose se unió a mi, estuvimos a punto de pedirnos alguno de los guisos que tenían en los enormes calderos de aluminio, pero en el último momento nos arrepentimos, no fuese aquello nos fuera a sentar mal al estómago, que tenía toda la pinta. Nos conformamos con un paquete de galletas que habíamos comprado unos días atrás en el supermercado de Siem Reap.

Las aduanas fronterizas, son un tremendo engorro y una pesadez supina.
Primero, no entendemos bien "su manera" de hacer las cosas. Sobre todo, con el asunto de los pasaportes. Un señor que no sabes quién es, pide y se lleva los pasaportes de todo el mundo. Se baja del autobús con ellos, mientras la gente, pregunta a voz en grito que a dónde se llevan nuestros pasaportes, y el conductor intenta tranquilizarnos.
Luego, te tienes que bajar, tomar tus mochilas, y hacer una cola, hasta que finalmente pasas por un garito, donde el señor te devuelve el pasaporte, y te hacen dejar las huellas digitales de todos tus dedos.
Eso es para salir de Camboya.
Cuando pasas caminando, unos metros más adelante, hay que hacer otra cola, para repetir el trámite, pero esta vez, para entrar en Viet-Nam. Vamos, ¡Un "ladrillazo"!

Bueno, después del astío que es la frontera, aunque sin ningún problema, también hay que decirlo, cayó definitivamente la noche antes de tomar de nuevo nuestro autobús y retomar la marcha. Esta vez, peor aún, pues ni siquiera, hay un paisaje que poder observar durante esas interminables horas.
Mientras Marijose dormía (como siempre, en cualquier sitio y postura, y a mí, la envidia me corroía, también como siempre), comencé a vislumbrar a través del cristal del bus, la diferente escritura vietnamita en los carteles de los negocios y la diferente fisonomía de las personas que aparecían ante mi "a través de mi pantalla", y comencé a sentir en el estómago un nuevo "subidón" de emociones.

Como a las 22:00, el bus se detuvo frente a un parque.
Última parada, nos dijeron. Y junto con los demás pasajeros, somnolientos y agotados por la paliza del viaje, nos bajaron en plena noche, totalmente desubicados.
Todos se preguntaban entre ellos, según iban recogiendo sus maletas, dónde estaban.
Yo me acerqué al conductor de bus, con mi guía en mano, y le dije que me señalara dónde nos encontrábamos. Él puso su dedo en el mapa, sobre un parque en mitad de la ciudad.

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