viernes, 27 de abril de 2012

Trekking por las montañas del noroeste (1ª parte)


Después del paseo por el mercado, nos reunimos con el grupo por fuera del mercado a la hora acordada, y proseguimos descendiendo Sapa por la calle principal Cau May.


Como bien describen en las guias de viaje, la parte baja del pueblo es donde se encuentran la mayoría de los restaurantes y negocios enfocados hacia los extranjeros, y con dar un vistazo, uno se da cuenta del gran auge turístico que está sufriendo esta pequeña villa.


Se están construyendo a toda velocidad grandes edificios, situados en cualquier lugar y sin aparente orden urbanístico.


 Casi en cualquier parte donde se pueda conseguir una buena vista del valle, hay una enorme construcción a medio terminar.




La mañana que nos tocó vivir en ese comienzo de jornada, era bastante fresca, algo cubierta de niebla que poco a poco se iría disipando con el discurrir del día.

Mejores condiciones, imposible.


A unos pocos cientos de metros del núcleo urbano de Sapa, ya empezamos a tropezarnos con escenas rurales cotidianas en las laderas a los márgenes de la carretera.


Comenzaban a aparecer ante nosotros animalitos de granja sueltos, gentes trabajando en pequeñas terrazas de arrozales, grupitos de niños y niñas solos, que se movían buscando a los grupitos de turistas senderistas para intentar venderles sus baratijas, y por supuesto, comenzaban a surgir ante nuestros ojos los imponentes paisajes de los profundos valles de las montañas del noroeste de Vietnam, totalmente escalonados al estar repletos de terrazas de arrozales, esculpidas por la mano del hombre, con un cierto parecido a las de los bancales de la Columna del Dragón, situados en el sur de China, que habíamos visitamos en junio del año anterior.





El primer descanso, lo hicimos en el punto en el que abandonaríamos la carretera de asfalto, para comenzar a descender por un amplio sendero de tierra.






 

Allí había un tienducho, donde nos abordaron una gran cantidad de niños, a los que cada vez que nos preguntaban si les comprábamos algo, les respondíamos con otra pregunta:

- ¿Qué haces que no estas en el colegio? -


Entonces soltaban una sonrisita e insistían un poco más, y si no conseguían, corrían a intentarlo con otro turista.


El menudo y simpático guía local, nos enseñó un mapa de la zona y nos explicó cuál sería la ruta a seguir durante estos días.
Empezaríamos bajando hasta llegar al río Ta Van, lo bordearíamos durante un rato hasta encontrar los puentes por donde cruzarlo y llegaríamos a un pequeño poblado donde pararíamos en un restaurante para tomar algo de almuerzo y descansar un poco.
Después de la comida, continuaríamos la caminata, a través de algunos pueblos de Dzaos rojos y de Hmongs negros.

Sería una caminata larga, hasta llegar hasta el homestay donde pernoctaríamos, pero prometía mucho, y aseguramos que cumplió todas nuestras espectativas.


Al poco rato de comenzar el descenso por el camino de tierra, nos encontramos con unos simpáticos lugareños que trabajaban los campos.


Con toda naturalidad, interrumpieron sus quehaceres, para con la amabilidad y generosidad que siempre desprende la gente sencilla, explicarnos cómo separaban artesanalmente los granos de arroz de la planta.

En medio de la terraza, montan una gran cajón de madera, en cuyos laterales, van dando golpecitos a pequeños "atados" de plantas de arroz, provocando así que los granos se suelten y se vayan depositando dentro.

Con las matas ya vacías del grano, se hacen montoncitos, que se van quemando en pequeñas hogueras, cuyas columnas de humo azulado, forman parte inseparable del paisaje de estas preciosas montañas.





Estas explicaciones, traducidas eficientemente por nuestro guía, eran seguidas atentamente, con mucha sorna, por nuestras acompañantes las mujeres Hmong negras, que no dudaban en soltar sonoras carcajadas, cada vez que alguno de nosotros demostraba su ignorancia en cuestiones de agricultura.


Proseguimos el camino que se tornó en un descenso bastante empinado y con un tramo con algo de dificultad. Tanto fue así, que hasta una de las mujeres Hmong, perdió el equilibrio y comenzó a  resbalar por la pendiente de tierra suelta.


Ya habíamos comentado Mari y yo, la simplicidad del calzado de estas señoras.
Unas simples alpargatas de tela o como mucho, cholitas de goma.


La destreza y el conocimiento del medio de esta mujer que derrapaba pendiente abajo, hizo que no se pusiese nerviosa y controlara su caída, hasta que encontró mínimo punto donde apoyar un pié, y !VOILÁ! de un saltito se puso en pié, evitando volver a caerse dando una ágil carrerita en la bajada, hasta que alcanzó nuevamente el sendero.


Descendiendo poco a poco, íbamos llegando al fondo del valle y por tanto al río.


Durante un buen rato, estuvimos bordeándolo, hasta que al fin, alcanzamos los puentes colgantes para atravesarlo.

 




















Estaban sustentados por viejos cables de retorcido acero, y tablones de destartalada madera. Pero, no hay problema, porque al lado de los puentes antiguos, usados solamente por nosotros, los turistas para las fotitos típicas de los viajes, ya hay instalados unos puentes más nuevos, robustos y resistentes.


Curiosamente aquí, en el fondo del valle a nivel del río, el frescor de la cumbre desapareció dando paso al calor húmedo típico de Asia, por lo que hizo algo más pesada la caminata.


Al poco de cruzar los puentes colgantes, arribamos al pequeño asentamiento donde se encontraba a pié del río, el local donde tomaríamos un "picoteo".
Fue en el momento de sentarnos a la mesa el que usaron nuestras acompañantes, las mujeres Hmong negras,  para sacar de las cestas que llevan colgadas a la espalda como si fuesen mochilas, la mercancía que transportaban para vender a los turistas.

Pequeños bolsos, telas, pulseritas, figuras talladas a mano, de todo.

Mari, como siempre, fue la encargada de negociar alguna "chorradita", y como de costumbre, consiguió un buen precio por las tonterías que les compró, además de que nos hizo pasar un divertido rato discutiendo con ellas sobre precios y cantidades.

Alguno de nuestros acompañantes, nos confesaría, que le habían "sacado" bastante más dinero, que a Mari, por las mismas cosas.

Después de esa "parada técnica", emprendimos la caminata por el sendero que avanzaba hasta un pequeño pueblo cercano que podíamos ver a simple vista desde allí.
  
Por el camino, pudimos contemplar a gente afanada en sus labores de campos, así como a sus animalitos de granja y los típicos bueyes de agua empleados para los trabajos en las terrazas.

También observamos a muchos niños por el camino, jugando solos a cualquier cosa y nos preguntábamos porqué no estarían en el colegio.


Se ve que muy obligatorio no era, pues haber, lo había, y justo en medio del pueblo.


El mejor y más grande edificio de la zona, prácticamente el único que estaba construido con cemento y ladrillos , era el colegio, donde a bastantes niños, se les impartía clases en el momento de nuestra llegada.

La señora mayor australiana, venía preparada para el acontecimiento, y se entrometió en medio de la clase para repartir pegatinas a los chiquillos, con el beneplácito de la profesora.

Un buen rato estuvo repartiéndolas entre los pequeños, tanto, que no se dio cuenta de que la clase había cambiado ya de profesora, y a ésta, ya se le estaba empezando a hacer molesta la situación.

Nos desmarcamos del asunto y nos entretuvimos un poco, admirando el paisaje del pueblo, mientras la señora estaba allí dentro alborotando a los chiquillos, y en estas, que una de nuestras compañeras danesas aparece, y nos intenta llamar la atención, porque según ella, estaban todos esperando por nosotros.


- ¡Vete y cuéntale eso a la doña que está allí dentro! - fue nuestra contestación.

Al rato apareció el guía, quién al preguntarnos y recibir nuestra explicación, fue a la clase a sacar a la señora de allí para poder proseguir la marcha.



La profesora, tenía ya un "rebote" de cuidado con la situación, y desde que vio aparecer al chico, de tan malos modos que hasta nosotros la entendimos, le dijo que la sacase de allí ya, que tenía que seguir con la clase de los niños.

Mientras todo eso pasaba, en el patio del colegio, habían algunas mujeres, suponemos que madres de algunos niños, ataviadas con las ropas tanto de Hmong negros como de Dazao rojos, cosiendo y elaborando juntas productos de artesanía.

No mucho tiempo más después de que retomáramos la marcha, llegamos a una zona, donde, a los lados de la carretera sin asfatar por la que caminábamos, bordeada por interminables campos repletos con terrazas de arrozales llenas de numerosa gente trabajando laboriosamente en ellos, empezaban a saltearse por aquí y por allá, numerosas casonas de madera.


En alguna de ellas, habitadas por señoras Dzao Rojo, entramos, para que nos explicaran cosas sobre su vida cotidiana, como por ejemplo, la manera en la que elaboraban sus harinas de arroz, básica para la subsistencia, hasta que por fin, llegamos otra casa más grande, que sería donde nos alojaríamos esa noche.


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